El aguilucho cenizo

Los ásperos y cadenciosos sonidos que acompañan al calor del verano en los abiertos campos cerealistas, invitando a la inactividad, no han surtido efecto e, incorporándose como potente solista, la cosechadora inicia su concierto. Va siendo hora de recoger lo sembrado.

Aguilucho cenizo. Pintura de N. Fernández.
También a punto de recibir la recompensa a sus esfuerzos, el aguilucho cenizo planea como un ligero velero rozando casi con sus frágiles garras las cargadas espigas a la captura de langostos, lagartijas y ratones. En el nido esperan los jóvenes aguiluchos ya emplumados, ejercitándose para aprender a volar. Sus aleteos son interrumpidos por un traqueteo lejano pero que se aproxima inexorablemente. Agazapados, inmóviles, los aguiluchos confían en pasar desapercibidos. Pero ese algo que les aterroriza no tiene ojos, no tiene olfato, no tiene ánimo depredador; sin embargo, los ha dejado tras sí muertos.

Esta imagen se repite cada año cientos de veces desde que las labores de recogida de las cosechas cerealistas se mecanizaron. Los aguiluchos nidificaban en zonas marginales, sin cultivos, que hoy no existen, y cuando criaban entre la cosecha los segadores podían detectarlos y evitarles daño. En la actualidad, el adelanto de las cosechas y la utilización de máquinas, como cosechadoras y empacadoras, produce una alta tasa de mortalidad entre los pollos de aguilucho cenizo, que no han llegado a iniciar el vuelo. Un motivo tan aparentemente evitable ha provocado una grave reducción de las poblaciones de esta especie en toda Europa. La solución de este problema está en manos del agricultor, pero exige sensibilización y voluntad de resolverlo.