Tan solo cuatro días
atrás se había celebrado la llegada del nuevo año. Aquel 1965 sería un año más,
aunque se esperara de él, como siempre, todo lo mejor. Era lunes, pero para un
pastor no era peor día que cualquier otro de la semana. La tarde cayó enseguida
y las sombras apagaron por completo el monte, sin un resquicio de luz en la
primera noche de luna creciente. Ni siquiera se adivinaban las peculiares
pedrizas blanquecinas de la sierra en la umbría de los Soria. Allí, en el corral
de cancillas, Pedro el mayoral ha recogido su hato de cabras. En la penumbra
del pequeño chozo unas ascuas alumbran el cañón de la escopeta que descansa en
aparente vigilia junto al mayoral que duerme. Fuera, las cabras dormitan
también, y solo un armonioso campanilleo delata sus movimientos de cuando en
cuando. Su tranquilidad parece asegurada por los robustos mastines, aunque a
ratos estos también se rinden al sueño, tumbados al abrigo de una encina y arrebujados
para mantener la temperatura en la fría noche. En sus cuellos destacan las
poderosas carlancas, anchos collares erizados de pinchos de hierro para rechazar
las dentelladas de los lobos. Y precisamente esa noche, viento en contra para
no delatarse, dos lobos se aproximan al corral, arrastrando el lomo entre los
matorrales. Su ataque fulminante es alertado por los balidos y las despavoridas
carreras de las cabras, seguidos de inmediato por los roncos ladridos de los
perros, que no alcanzan a ver cómo un chivo es apresado por uno de los lobos.
La amenaza de los perros y la fácil captura les animan en su huida. Para cuando
Pedro sale a mitad de la noche, dispuesto a disparar sobre los intrusos, ya
solo queda la algarabía de cabras y perros, envueltos en la oscuridad casi
absoluta.
En la Península Ibérica, el lobo (Canis lupus signatus) suele vivir en
solitario o en pequeños grupos (2-4 individuos) durante los meses invernales.
En ese tiempo se desplazan una docena de kilómetros diarios, aunque suelen
permanecer tres o cuatro jornadas en la misma zona. El día lo pasan encamados,
reposando, y cazan durante la noche. Los lobos que atacaron el corral de Pedro
probablemente formaban pareja, aunque el celo no comienza hasta febrero. Como
era previsible, no abandonaron la zona.
Hace algún tiempo, unos alumnos del
instituto Tierrablanca me trajeron un par de fotografías donde aparecía un lobo
abatido y me contaron algunos detalles inconexos. Tras algunas indagaciones he
podido hablar con Manuel Moreno Flores, uno de los protagonistas de la batida
que acabó con los últimos lobos de Peñas Blancas. A finales de abril entré en
su casa y lo encontré sentado a la mesa camilla. Enseguida me contó que tenía
87 años y que su salud estaba acosada por múltiples achaques, a cual más grave.
Sin embargo, su apretón de mano, su postura erguida y su charla incansable y
despierta parecían llevarle la contraria. Lamentó no poder acompañarme a los
lugares a los que enseguida haría referencia, pero su relato fue muy intenso,
dando la impresión de que había vivido todo eso tan solo unos días atrás. Su
mujer, Encarnación Amado, nos acompaña a ratos y escucha en silencio,
recordando también aquellos tiempos.
Manuel nació en 1929, en los últimos
meses de la dictadura de Primo de Rivera, y su infancia quedaría marcada por
los duros y trágicos años de la Segunda República y la Guerra Civil. En el
sobre donde guarda las dos fotografías que me pusieron sobre su pista hay unas
palabras escritas de su mano y se excusa por la letra, a pesar de que es una
escritura clara y firme. Pero Manuel solo asistió a la escuela unos pocos
meses, en el caserío de la finca de Fernando Mancha Merino, el único
propietario del entorno que dispuso una escuela a la que asistían sus hijos y
los de los trabajadores. En esta finca de Guareña trabajó como pastor el padre
de Manuel durante 26 años y allí nacieron él y sus cinco hermanos. «Sin edad y sin tiempo», dice Manuel, cuando tenía cinco
años su padre le mandaba a guardar las cabras. En los últimos meses de la
República, durante el gobierno del Frente Popular, la conflictividad en el
campo extremeño se agudizó, y algunos casos de violencia política local
acabaron ahuyentando a la joven maestra del cortijo de los Mancha, aunque
Manuel tuvo tiempo de aprender a escribir. Sin embargo, enseguida abandonaron
todos la finca, pues su propietario, y otros 80 vecinos de Guareña, serían
fusilados por las milicias republicanas en los primeros días de la Guerra
Civil.
En cuanto amaneció el martes día 5,
el mayoral notó la falta de un chivo en el hato. Era evidente que los lobos se
lo habían llevado. Pedro recordó aquellos lances que su padre le contaba en
torno a la lumbre. Hasta once lobos abatió en esos montes años atrás, en una
lucha continua por defender el ganado. Ahora era el momento de Pedro, y no
podía dejarlos escapar. Rápidamente se dirigió a La Zarza para organizar la
batida, pero el trabajo les impidió ponerse en marcha hasta la tarde. El grupo
salió del pueblo a paso ligero y, al cruce del arroyo de La Calera, ya tenía
definido su plan. Los puestos de puerta quedarían cubiertos por cuatro hombres:
el mayoral, Pedro Trinidad Gil, su hermano el guarda de la finca, Manuel, que
lucía su bandolera de cuero en cuya placa podía leerse “Peñas Blancas”, Juan
González Flores y nuestro relator, Manuel Moreno Flores. El primo de este
último, Manolo Flores, y Antonio Coronado serían los batidores, y caminaban sin
armas junto al grupo acompañados por un par de perros.
Ascienden
por la ladera de la finca, propiedad de Fernando Rengifo Fernández de Soria,
entonces alcalde de Villafranca de los Barros y presidente de la Comisión de
Hacienda y Economía de la Diputación de Badajoz. Según van subiendo, Manuel
puede ver los bancales repletos de almendros aún desnudos y olivos todavía en
recolección. En la parte más baja la vegetación dibuja la brecha del arroyo de
Las Molineras entre algunos huertos y naranjos. Recorre con su mirada el
pueblo, con humeantes chimeneas, el Cerro Calvario y la profunda zanja blanca
de las minas de Juan Bueno. Más allá, hacia Oliva de Mérida, las laderas
aterrazadas, arrasadas por las máquinas, donde se adivinan esos eucaliptos que
están plantando por todas partes. Igual que los cabreros se quedan sin montes
donde pastorear, también los lobos ven reducidas sus áreas de campeo y sus
presas. Quién sabe si no es por este motivo por el que los lobos se están
dejando ver últimamente, removidos de sus territorios antes montaraces.
Una
vez apostado en la solana de Sierra Buitrera, a la altura de la raya del
término, Manuel observa la pedriza que se derrama entre espesos matorrales,
atento a cualquier movimiento. Trata de mantener el máximo campo de visión bajo
control, lo que para él no es fácil, pues perdió la vista del ojo izquierdo
once años atrás. La tarde, al menos esto les favorece, está parada bajo un
cielo azul y despejado. Las voces de Antonio y Manolo, los batidores, comienzan
a escucharse ladera arriba, en ruidosa confusión con los ladridos de los
perros. Si los lobos siguen aquí, pronto tendrán que salir de su escondite y,
por instinto, intentarán trasponer la sierra. Manuel aguarda vigilante a medida
que escucha más cerca los ladridos de los perros y reconoce en ellos a su
podenca, la Linda. Como sabrá después por los batidores, fue ella la que
finalmente levantó a los dos lobos, que estaban acostados en el Cancho del
Buitre, a la caída del Picazo de Peñas Blancas. Pasaron por delante de Manuel
como una exhalación, brincando por la pedriza monte arriba, y aunque reaccionó
a tiempo de tirarles, la escopeta le falló. Los dos cartuchos, que él mismo
fabricaba, se negaron a responder. Tampoco Juan pudo tirarles, aunque los tuvo
muy cerca. El mayoral, sin embargo, avisado ya, consiguió realizar dos
disparos, hiriendo a ambos animales. Los cuatro postores corrieron tras los
lobos. Manuel saltaba ágil, con la energía de un hombre fuerte y acostumbrado a
patear el campo durante los 36 años que llevaba a sus espaldas. Ya arriba, la
loba que Manuel perseguía se detuvo, agotada y herida, y saltó sobre una peña.
Jadeaba, dejando ver la potente dentadura. Sus ojos amarillentos, casi
cerrados. Vencida. Manuel encaró la escopeta y disparó. Estaba tan cerca que
fue suficiente con un cartucho del cero. El otro lobo, un macho también herido,
retornó azuzado por la Linda y se dispusieron a ir tras él, pero se introdujo
en una zona de nueva repoblación de eucalipto y Manuel Trinidad, el guarda, no
les permitió seguir el rastro para evitar daños a la plantación. El lobo trotó
la quebrada abajo hasta el juncal de Las Gregorias, donde se perdió de vista.
Reunidos junto a la loba muerta, enseguida la abrieron y vaciaron, comprobando
que aún había restos del chivo en la “molleja” del animal. Antes de coserlo lo
rellenaron con cogollos de jara, después lo cargaron entre dos y pusieron
camino al pueblo, todavía agitados y comentando los detalles del lance,
mientras el día comenzaba a decaer.
Artículo publicado en HOY La Zarza.