De Villarreal de San Carlos a Plasencia
Saliendo
desde Villarreal de San Carlos retoma el viajero el camino rodado, pues la
carretera coincidirá, de nuevo, con el trazado de la Cañada Real. Los cerros
que rodean Villarreal, y en los que por dos veces ambas vías se cruzan, están
maltrechos. Los últimos años que estos parajes conocieron sin protección, allá
por la década de los setenta, vieron cómo las máquinas movidas por la sinrazón
y la especulación humanas se llevaban por delante foresta, suelo, paisaje,...
con la inútil excusa de “repoblar” estos montes. Los eucaliptos, árboles
majestuosos en su lugar de origen, no encuentran aquí tan buen asiento como en
sus propias tierras australianas, y sus efectos sobre el ecosistema son tan
negativos como evidentes. La frontal lucha que Jesús Garzón encabezó, no
obstante, salvó miles de hectáreas de bosque y matorral mediterráneos y
conllevó en 1979 la declaración del primer espacio protegido en el solar
extremeño. Ahora, lentamente, se intenta recuperar la vegetación autóctona,
tarea no sólo costosa sino también paciente.
A
la derecha de la carretera, y antes de que salgamos del ámbito protegido, una
torreta con repetidores señala al viajero el lugar por donde la Cañada Real
remonta esta sierra, el Puerto de la Serrana. Cuenta la leyenda, y el viajero
confía en que sólo fuera eso, que una joven enamorada fue repudiada por su
pretendido caballero placentino debido a su baja extracción social, lo que
decidió vengar echándose al monte para matar a cuantos hombres cayeran en sus
manos, no sin antes haberse gozado con ellos. Con el eco de la Serrana de la
Vera a sus espaldas, el viajero sale del Parque y, curiosamente, el campo vuelve
a ser fragosidad y no fábrica. El antiguo eucaliptal da paso a encinas y
alcornoques, ora acompañados de jaras y cantuesos, ora dando sombra al
despejado pastizal. Leña cortada y colocada en montones que, una vez bien seca,
será recubierta de tierra para evitar las llamas y permitir una lenta
combustión que proporcione el carbón vegetal; alcornoques con troncos
descorchados; rebaños de ovejas, piaras de cabras, vacas retintas y cerdos
ibéricos que pastan, ramonean y hozan; extensas dehesas de nuevo, hasta
perderse en el horizonte de las sierras norteñas. Algún elanio azul ha detenido
la marcha del viajero, quien ha perseguido su aleteante vuelo por las abiertas
dehesas que recuerdan la formación de sabana africana, de donde procede esta
pequeña y hermosa rapaz.
Cuando tan
sólo quedan 13
kilómetros para llegar a Plasencia, la Cañada Real
reaparece entre enormes alcornoques por la derecha de la carretera, la
atraviesa y se comparten ya hasta el cruce de la estación de ferrocarril
“Monfragüe”, justo después de pasar a las puertas del camping del mismo nombre.
Pocos metros más allá, el viajero toma a la derecha para seguir la cañada, que
en este tramo recibe el nombre de Cordel del Valle. Sinuosa y estrecha la
calzada, contrasta con la aceptable anchura de la cañada que la acoge. La
carretera se aparta luego hacia la izquierda para salir a la comarcal que une
Navalmoral de la Mata con Coria. Dirigiéndose hacia el este vuelve a coincidir
pronto con la cañada, llegando juntas a las puertas de Malpartida de Plasencia.
Esta localidad nació en el siglo XIII como unificación de diversas alquerías
cercanas, cuyo fin era el control de la encrucijada de rutas ganaderas. Destaca
en su fisonomía, lo que el viajero advirtió ya desde lejos, la parroquia de San
Juan Bautista, mandada construir por el obispo placentino Gutierre de Vargas
Carvajal en el siglo XVI.
El viaje se
acerca a su fin cuando, retomando la carretera hacia Plasencia, aparece el
ancho Valle del Jerte, con la ciudad en primer término abrazada por el río que nace
en la cabecera de esta fructífera comarca. Fundada en 1186 por Alfonso VIII
para apoyar la creciente repoblación de la Transierra leonesa, fue fortificada
con murallas de sillarejos y mampostería durante los siglos XII y XIII, que se
conservan en gran parte acogiendo a uno de los conjuntos histórico-artísticos
más importantes de Extremadura. La catedral, con una parte románica y otra gótica con matices platerescos, derrocha
ornamentos y alardes arquitectónicos. En su interior destaca la sillería del
coro, obra del siglo XV a manos de Rodrigo Alemán. Otras iglesias que conservan
trazas románicas son San Nicolás, San Pedro y San Martín (cuyo retablo luce
pinturas de Luis de Morales, el Divino). Del siglo XIII es también el más
antiguo de los palacios, la Casa de los Monroy, con portada románica con leones
a los lados, donde se hospedaron Fernando el Católico y San Pedro de Alcántara.
Pero fue en el siglo XV cuando Plasencia obtuvo su mayor auge, acogiendo
intramuros los palacios y casonas solariegas de la más nombrada nobleza
extremeña: Zúñiga, Condes de Oropesa y señores de Jarandilla (después Duques de
Alba), Marqueses de Coria, señores de Monroy y Almaraz, señores de Torrejón,...
De todos ellos, el palacio renacentista más suntuoso es el de los Marqueses de
Mirabel, adosado al Convento de San Vicente Ferrer, hoy Parador de Turismo.
El viajero
quiere despedir su ruta en la Plaza Mayor de Plasencia paseando sus transitados
soportales o sentándose a su sombra para observar, una vez más, el vuelo de las
aves urbanas. Tal vez decida esperar para reencontrarse con el bullicio humano,
aunque sosegadamente rural, del mercado que aquí se celebra cada martes desde
principios del siglo XIII.
Pronto,
antes de que los primeros calores del verano agosten las yerbas, los serranos
emprenderán la marcha conduciendo las sonoras y parsimoniosas vacadas desde las
dehesas hasta las montañas de Gredos, donde las negras avileñas recuperarán las
alturas que abandonaron cuando el frío del otoño las empujó hacia el sur.