A las afueras, donde el
campo entra en el pueblo por una calleja adornada de higueras, una herrumbrosa
noria yace abatida, agotada de viejas fatigas. Su silencioso esqueleto, ayer
envuelto en el circular camino del mulo, hoy permanece prisionero de las zarzas,
planeta sin su satélite. Muy cerca las ranas croan en el tambor del pozo y su
zambullida rompe la piel verde que cubre el agua. En el huerto abandonado los
surcos son oleaje fosilizado que alguna vez llenaron cestos de humildes pero
sabrosos frutos.
Aviones, vencejos y golondrinas van y vienen, de las
casas a los campos, de los árboles hacia las tejas, porque aquí no hay
fronteras ni murallas. Su trajín y la algarabía de sus vuelos adornan el
caserío, envuelven la iglesia con arabescos y lacerías interminables. Y posadas
en la espadaña, muy cerca de su nido, las cigüeñas repiquetean, machando su
gazpacho con el rojo almirez de sus picos. Es inevitable alzar la vista entre
las calles y ver en lo alto a las equilibristas, sostenidas sobre una pata de
alambre inamovible. Otras llegan con un vuelo puntiagudo y la misma blanca cal
de las paredes en su plumaje.
Desde lo alto se otea el barro, como una estepa donde se
esparcen las ramas raquíticas de las antenas, adornadas por cantores estorninos
y bulliciosos gorriones. Y solo cuando se mueve adivinamos al cernícalo, mimético
entre el cobre oxidado de las tejas.
¡Cuántos seres se adentran en los pueblos, compartiendo
los afanes de las gentes! Pueblos de adobe y tapial extendidos en el llano,
como oasis nevados de cal. Camina y demora tu paseo en cualquier rincón, en el
mínimo detalle encontrarás alguna verdad. Ventanucos abiertos en el doblado,
por donde fluye el vuelo arriesgado de las golondrinas. Ventanas que se
adelantan a la fachada para guardar tras sus rejas miradas prisioneras y
geranios regados de sol. Desde el umbral siente la frescura de la casa, que
sale a recibirte hasta el zaguán.
Pueblo
de madera y piedra recogido entre los montes, como un nido esperando la
primavera. Un pequeño mochuelo se recorta posado en la cancela junto al camino,
levanta el vuelo ondulante y se pierde entre los olivos. Cae la tarde y el
paseo termina, o tal vez comienza. Tañen las campanas envueltas en el frío,
empujándome lejos pero atrapándome quieto. Porque no hay un dentro ni un fuera.
Tras mis pasos, las ventanas encendidas parecen demasiado distantes. Y al
volverme, de nuevo me pregunto dónde vivimos, cuál es nuestra casa.