En la ladera cubierta de
jaras suena el invisible campanilleo de las cabras, como un perfume desprendido
de la espuma blanca de las flores. Acebuches de metal retorcido, espinados por
el ramoneo, deslizan su mínimo aceite por la solana. Laboriosos vuelos,
diminutos pero incansables, recolectando el dulce reclamo. Las abejas siembran
desde el aire y llevan su nutriente zumbido hasta las urbanas colmenas,
edificios de miel y polen. ¡Cuántos aromas y sabores nacidos en este monte!
Cantueso, tomillo, romero, orégano… colores que visten el aire de fragancias.
Y el
olor de la tierra. Escucha ese canto de humo denso que se extiende entre los
árboles, que surge de un montículo de leña abrazada y sepultada, exhalando su
alma blanca. Y sobre esa locomotora de tierra parada, los carboneros se afanan.
Mira sus rostros tiznados y sus ojos de cuarzo, sus nervudas manos como raíces.
El humo lento inunda el monte mientras el corazón de leña arde, sofocado,
atrapando el calor para más tarde. Árboles convertidos en estrellas,
devolviendo la energía que tomaron del sol.
Y
cuando éste reseca el monte es el momento de los escultores. El granito áspero
de los alcornoques oculta un bosque de sinuosas figuras. Como un ejército
armado, pero no dispuesto al caos sino a la creación, los corcheros van
tallando una galería de soldados de terracota, esculturas vivas de arcilla. El
alcornocal se hace obra de arte, figuras de barro y sangre. Es la piel del
árbol, pero también su carne. No puedes quedarte ahí, adéntrate entre el
matorral y llega hasta el pie de estos gigantes. Debes apreciar los detalles y deleitarte
en este color que no verás en ninguna otra parte. Como la arcilla de la
creación, emana vida.
Al
otro lado de la sierra, en lo umbroso, crece la espesura más densa, repleta de
sonidos y aromas. Los madroños anuncian ruborizados sus atractivos frutos,
invitando al banquete a los comensales que han de esparcir las semillas en
suelos menos competidos. Y del roquedo que corona, cuando la tarde se adormece,
surge el profundo reclamo del búho, como un cadencioso latido del monte, y la
respuesta apagada más lejos. Asoman las estrellas en la noche. Hace frío, y
falto algo. ¡Cuánto nos emocionaría que volviera aquella otra llamada! La del
lobo atado a su ronco lamento, a su triste destino de fiera perseguida. Tal vez
pronto regrese, desde las montañas donde resuenan el seco choque de las cabras
monteses y el tronar de las aguas bajo la nieve.