La Cañada Real Trujillana II

De Trujillo a Torrejón el Rubio


El viajero emprende la marcha, dejando en el cuarto de su hospedaje las prisas y el coleccionismo, asuntos estos que degradan el viaje. A ritmo lento inicia la senda por las empinadas calles de Trujillo que le llevarán hasta el cerro Cabezo de Zorro, asiento de la prominente alcazaba. Esta monumental ciudad, declarada conjunto histórico-artístico en 1962, tuvo su origen en un castro vetón ubicado en el solar citado y adquirió relevancia a principios de nuestra era como prefectura de Emerita Augusta al ser designada ésta capital de la Lusitania romana, habiéndose hallado más de veinte asentamientos localizados en un radio próximo a la Turgalium romana.

La ciudad queda en manos de los árabes a finales del siglo IX y éstos, bajo el empuje califal, inician la construcción de la imponente acrópolis murada sobre la que el viajero pasea ahora conmovido por su solidez, que contrasta con la extensa y mansa planicie que domina. Desde su extraordinaria protección, los árabes, según sus propias fuentes, “hacen continuas incursiones en el país de los cristianos”. A la potente línea que representaban las alcazabas de Alcántara, Cáceres y Trujillo, a la que también contribuía la de Al-Mograf (Monfragüe), se unía el Tajo, magnífico foso defensivo, muy a pesar de lo cual Geraldo Sempavor, el Cid portugués, se hace con la plaza trujillana en 1165. Por poco tiempo, pues sería recuperada cinco años más tarde por los almohades hasta la definitiva reconquista a manos de Fernando III el Santo, el 25 de enero de 1232, contando, según relata la leyenda, con la ayuda de la Virgen, aparecida triunfalmente sobre las murallas, llevando en brazos a su Hijo. Todavía hoy, pero en imaginería de granito policromado, puede verse a Nuestra Señora de la Victoria incrustada en el lienzo principal de la muralla. Aunque con continuos avatares y enfrentamientos, la villa permanece como realengo y será, bajo el auspicio de los Reyes Católicos, capital de la provincia de Trujillo, que junto con la de León constituirían el actual territorio de Extremadura. El viajero vislumbra ahora desde el artificial barranco de las torres almenadas el pago dominado, alcanzando a ver las sierras de Monfragüe a las que dirigirá sus pasos y, mucho más cerca, contempla el mar de tejados que cubre la ladera y los monumentales edificios de granito sobre los que nidifican cigüeñas blancas, cernícalos primilla (hay en Trujillo una colonia muy nutrida, con más de 100 parejas), vencejos, aviones, golondrinas,... y todos aletean y chillan animando los cielos de esta antigua ciudad.

Dirigiendo sus apagados pasos hacia la parte baja, el viajero se ve obligado a detenerse continuamente para disfrutar de los palacios, casonas señoriales y edificios religiosos que jalonan su recorrido. Entre los últimos destaca la parroquia de Santa María la Mayor, levantada en el siglo XIII sobre el solar de la mezquita, con torre y ábside tardorrománicos, y reconstruida a partir del siglo XVI. En la Plaza Mayor el viajero recorre los soportales, con arcos de medio punto sobre pilares, donde se intercalan las construcciones domésticas de tipo popular con los edificios nobiliarios, y a su sombra conservan aún sus nombres los portales del Lienzo, del Pan, de la Verdura,... Sobre los de las Carnicerías se construyó a mediados del siglo XVI el Palacio de los marqueses de la Conquista, al que da nombre su promotora y primera dueña, Francisca Pizarro, hija del conquistador predilecto de la villa. Al extremo opuesto donde el palacio abre magnífico balcón de esquina, o tal vez mirándole desde aquí, el aventurero jinete cabalga en bronce desde que los escultores norteamericanos C. Rumsey y su mujer M. Harriman donaran su obra en 1929.
El viajero, que de no ser perezoso o dispusiera de más energías y tiempo hubiera preferido la tranquila marcha de la bicicleta, se acomoda al volante de su coche no sin alivio, pues tiene por delante 40 kilómetros hasta llegar a Torrejón el Rubio.

Entre paredes de piedra sale al campo y, llegado a la Charca del Estanque, se encuentra de pleno con la Cañada Real, pues el firme de la carretera ha sido colocado justo sobre la vía pecuaria a lo largo de 5 kilómetros. Una primera parada al pie de la calzada, atraído por los cernícalos que aletean, ciernen, caen sobre diminutas presas y se posan en los postes próximos, también le permite al viajero echar la vista atrás y contemplar con perspectiva el recortado alcázar. Enormes bolos de granito afloran en todo el paisaje, haciendo buena la copla popular: “Si fueres a Trujillo,/ por donde entrares/ hallarás una legua/ de berrocales.” A medida que la carretera desciende hacia el llano adehesado se va separando de la Cañada Real, aunque ambas vías continuarán en paralelo y a poca distancia hasta cruzarse en el río Almonte. Pero antes el viajero evitará la tentación de acelerar en las prolongadas rectas de la remozada carretera y hará un nuevo alto junto al río Marinejos, de resonancias merineras y excesivo nombre, pues se trata de un cauce estacionario que, en estos días primaverales y tras una invernada lluviosa, aún mantiene aguas corrientes, pero que pronto quedará reducido a charcones finalmente evaporados. De momento, el blanco de las garcillas bueyeras se confunde con la refrescante nevada de ranúnculos que adorna el cauce. Lavanderas, estorninos, abubillas, rabilargos, alcaudones,... y a pocos metros el cortijo, reminiscencia de la villa romana, da soporte a la nidificación de la cigüeña blanca, acompañada siempre de ruidosos gorriones. La dehesa adornará, desde ahora hasta alcanzar las serranías de Monfragüe, el viaje, ofreciendo mil y un detalles que observar. Siculo Flaco nos pone sobre la pista del origen de la dehesa al referirse al cerramiento con paredes de piedra tanto de cultivos como de prados que “los defienden (defendunt) de las incursiones de los animales”, y más tarde las leyes visigodas harían referencia al cerramiento de terrenos de pasto (pratum defensum). Pero fue en la Edad Media cuando, con la Mesta, la recepción de ganados provocó el adehesamiento generalizado, pudiéndose explicar la estructura del territorio extremeño, en manos de órdenes militares y señores feudales, como un conjunto de dehesas unidas por cordeles y cañadas.
El adehesamiento consiste en el aclareo de la vegetación, eliminando el matorral y entresacando de modo selectivo el arbolado, permitiendo diversos aprovechamientos ganaderos, silvícolas y agrícolas, entre los que destaca la cría del porcino, que se alimenta de la montanera en régimen extensivo. El viajero contempla curioso, al parapeto de las paredes de piedra, el afanado rastreo de los cochinos que, terminada ya la producción de nutritivas bellotas, hozan incansables en pos de raíces y larvas, cuando no se revuelcan despreocupadamente en la charca a la que también acuden innumerables pequeñas aves para refrescar la mañana. Este calor que ya apunta estival es el causante de que ciertas especies hayan migrado con tiempo hacia áreas más norteñas y frescas, entre las que se cuenta la grulla. El viajero añora por un instante su trompeteo alegre entre las encinas, pero su puntiagudo vuelo no llegará a estas dehesas hasta la nueva otoñada.

Otro cauce, el río Tozo, detiene de nuevo la ruta del viajero y decide acompañar apenas un kilómetro al agua que baja para encontrar la Cañada Real, que supera el Tozo gracias al Puente de la Labadera. Ranas, galápagos y culebras de agua se zambullen y eslizones tridáctilos serpentean ágiles entre la alta yerba de las orillas al mínimo asomo de peligro. La nutria queda descubierta al hallazgo de sus excrementos, depositados en las pizarras que afloran junto al agua, compuestos casi exclusivamente de restos de cangrejo rojo americano, crustáceo convertido en plaga nefasta para la fauna autóctona de nuestros cauces. Milanos negros y reales, ratoneros, águilas calzadas y culebreras son fácilmente observables en estos cielos. Tras continuar el trayecto, el viajero se deleita con la vista de interminables dehesas, repleto el pastizal de pequeñas flores y cantuesos que agotarían la paleta del mejor pintor impresionista. El viajero, una vez más, sonríe para celebrar su suerte, pues conoce que la primavera extremeña es tan espectacular como pasajera.

Dehesa (José A. Palomo)
Los riberos del Almonte, aún no demasiado encajonado en estos pizarrosos suelos, atraen la atención del viajero, que detiene una vez más su marcha, encontrado de nuevo con la Cañada Real en el Puente de la Barquilla, antiguo contadero y descansadero de los rebaños. Si junto al agua descubre a la acechante garza real, en lo alto sigue el vuelo disperso de los buitres leonados, acompañados por algún buitre negro, alimoche, milano o cuervo, puede que todos juntos dispuestos a encontrar alguna res muerta que compartir.

Puente de La Barquilla (José A. Palomo)
Hasta entrado el siglo XX la Cañada Real Trujillana dibujaba desde aquí un ligero arco hacia el oeste, sin pasar por Torrejón el Rubio, para, tras superar el Arroyo de la Vi justo en su desembocadura sobre el Tajo, adentrarse por la angostura del Salto del Gitano y evitar de este modo las pronunciadas y fragosas laderas de la Sierra de las Corchuelas. En la actualidad, sin embargo, los hatos de vacas prosiguen, desde el alto de los riberos del Almonte, por el mismo trayecto que la carretera hasta Torrejón el Rubio, pueblo fundado en 1200 al amparo, según refieren antiguas letras, de un “torreón de moros” junto al que asentaba un vaqueril de chozas para guardar ganados, cuyo mayoral era un tal Pedro Rubio. El linaje de los Carvajal regentó el señorío, más tarde alzado a condado.