Una áspera corteza se
extiende por los campos planos, destapados al aire seco. La cuerda rota del
violín de las chicharras amodorra el reloj de la tarde, en un tictac infinito
de surcos antiguos. Borrosas líneas que confluyen en el lejano horizonte, donde
se adivinan unos viejos muros, tal vez un chozo solitario que se desmorona
vacío de sombra y sin un lamento.
Estos campos atormentados bajo el sol, entrecosidos por
el chirrido de trigueros y melodías de alondra, descorren el telón de la
lluvia. El escenario monótono comienza a ser iluminado, primero con rayos de
luz que abren el cielo, después, milagrosamente, por el arco iris que extiende
su intensa pincelada enmarcando los montes del fondo.
Campos que entierran el trabajo de siglos, que gritaron
al fuego de las guerras, al dolor del hacha, a la herida del arado,… Campos que
rebrotan con esfuerzo, tejiendo la alfombra que ha de alimentar a los rebaños.
Ovejas como pétalos alrededor de la charca o encogidas al imán de la sombra del
chaparro. Ovejas en procesión y letanía de balidos que suenan lastimosos, sin
un pastor que las oriente y las conduzca. Su desamparo, aunque parece no tener
fin, está limitado por alambradas que cercan su repetido tintineo. Triscan los
corderos y balan, observados por las madres que rumian y dormitan.
Desde el poste de la linde suena la ácida carraca, y
lanzada al vuelo pinta, errática y eléctrica, de azul el cielo. Otros muchos
vecinos no se delatan, envolviéndose en la misma capa del suelo, como terrones
de plumas. Pero llega la hora de buscarse y encontrarse, y al repetido
soniquete de los rebaños se incorporan ahora nuevos cantos, dulces flautas,
melodiosos vientos que salpican por todas partes la partitura de la mañana. Es
el momento, silba tú también, echa al aire la alegría que te llega. Un paseo así,
en tan ancho mundo, abierto… No pediré mucho más, sino que me acompañes. En el
camino, plateado de agua, van quedando nuestras huellas. Pronto se perderán,
antes de que olvide tu cabello de espigas.
Golpeados estos campos por las inclemencias de los días,
sin parapetos ni resguardo, afrontando el sol y el viento, soportando la sed y
el azote, desgastándose hasta aflorar el mordisco de las pizarras. Y aun así,
el pan de mañana se hace mar, sosteniendo el remo profundo del vuelo de las
avutardas. Piensa por un momento en lo efímero y en lo eterno, dejándote llevar
hacia el horizonte que abre y cierra, que principia y termina a la vez, por más
veloz que quieras llegar.