(4) Bosque

 

Acércate. Ya sé que el paisaje es muy hermoso, que transpira sosiego, pero quiero que te adentres, que te aproximes y que toques. Pon aquí tus manos, en esta piel gris y agrietada. No temas, está viva. ¿Qué sientes? Tal vez percibas el tiempo, los días y las noches que fueron pasando, tal vez notes la energía que llega desde el suelo y el cielo. Puede que creas que esta corteza rugosa es como una roca, dura, inerte, impenetrable… Pero este tronco rebosa latidos, se derrama y vierte hojas alimentadas por el sudor de mil brazos, con el trabajo de los padres y los hijos. Al pie del tronco, abonando raíces, las risas, los cantos y los llantos; los sueños, las esperanzas y las tristezas. ¡Cuánta vida reunida en un árbol! Vidas que se fueron pero quedaron en el paisaje, en este bosque abierto con las manos donde las encinas son buques anclados, zozobrando pero resistiendo, poderosas, rotundas, aun cuando el oleaje del tiempo las golpee.

            Y sobre este lienzo de esparcidos árboles, paredes que cuartean la pintura como grietas antiguas. Desmoronadas aquí y allí, cremalleras desdentadas que ya no cierran nada. Cabalgando lomas, acompañando arroyos, cruzando caminos… Paredes de piedra y tierra, aparejadas con liquen a un lado, con musgo al otro. Lindes que marcaron los usos: aquí ovejas y renuevos de encina; pastos y vacas en otro cuarto; barbecho y cereal en ese otro; cerdos y montanera en aquel último. Y trabajando duramente, depositando el sedimento de sus silencios y sus labores, un río de mujeres y hombres sostenido durante generaciones: pastores, vaqueros, porqueros, yunteros, segadores, jornaleros, carboneros… Oficios y tareas soportados con tenacidad, aprendidos con la leche materna, ayudados por los sencillos aperos de la autosuficiencia.

            Este paisaje inventado, construido sin prisas, cobija a mil habitantes. Ocultos algunos, polizones de huecos y ranuras, en la tronca envejecida, en la pared acogedora de la abandonada zahúrda. Sobrevolando otros, oteando vigilantes sobre las crestas de los árboles, reflejado su vuelo en las charcas que bullen de vida. Columpiando ramas con su aleteo los pequeños cantores. Cada cual en su lugar, pero todos juntos.

            Árboles achaparrados, alargando su sombra en la tarde dorada, con el sol de diamantes entre las ramas. Encinas centenarias, hundidas en la tierra, sosteniendo y alimentando todas esas vidas. Árboles que no terminan donde empieza el cielo. Encinas que nos acogen hoy en la sombra eterna del pasado.